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miércoles, 9 de diciembre de 2020

Escuela inclusiva, ¿no es eso lo que queremos?

Desde que hace tres semanas se aprobara en el Congreso la nueva Ley de Educación, sólo he escuchado críticas, visto lazos naranjas y #StopLeyCelaá. Los primeros días aun no me había dado tiempo a leer nada oficial, y de lo que me llegaba entendía menos: cierre de centros educativos de necesidades especiales (NEE), menos fondos públicos para los concertados y quitar el castellano como lengua vehicular (para que en Valencia las clases se den en valenciano). La primera medida me chocaba mucho, las otras dos me parecían estupendas. Me fui a hablar de lo humano y lo divino con una amiga, cuando vimos en la fachada del edificio de al lado un enorme lazo naranja. "¡¿Pero esto es por lo del cierre de los coles NEE?!", le pregunté escandalizada. "¡Qué va! La reforma simplemente dice que se va a dotar de más recursos a los públicos para que sean inclusivos, pero los NEE van a continuar estando...", y me invitó al café y al bizcocho de calabaza.

Entonces entendía menos: ¿Por qué tanta protesta? ¿No queremos que los niños con discapacidad estudien con niños sin discapacidad? ¿No queremos una igualdad REAL de derechos entre personas con y sin discapacidad? Pues para eso se debe empezar desde pequeños. Viendo como a la compañera de pupitre le tienen que sacar el libro de la mochila y abrírselo por la página que toca; o cómo al niño que es más mayor que yo, le tienen que dar el almuerzo, porque sus manos no tienen la suficiente fuerza como para aguantar el bocadillo; cómo una tablet habla por otra compañera o que hay niños que en lugar de comer en el comedor, tienen que inyectarles la comida triturada con una sonda por el ombligo...

Tengo 26 años, y hubiera dado un mundo porque en mi colegio concertado hubiera habido alumnos con discapacidad. Para que Belén no fuera la torpona que tropieza, todos la miran y se muere de vergüenza, para evitar miradas desconocidas que parece que te desnuden; o para que (antes de ir en silla) cuando me cruzaba con niños en sillas de ruedas o implantes cocleares, no los mirara como si vinieran de marte... Recuerdo que a los 15 años, cuando me matriculé instituto concertado y de inclusión aluciné, ¡pero si todos deberían ser así! Un tercio de los alumnos tenían discapacidad, había un equipo de NEE que les ayudaban en las clases, a almorzar, ir al baño; había fisioterapeutas y logopedas. No era raro para nadie. (Hablo en pasado, pero en la actualidad sigue siendo así).

Hace un par de días leí este clarificador artículo, escrito por pedagogos terapéuticos, a raíz de toda esta polémica, y me gustó comprobar que cuentan lo mismo que dije en mi libro dos años atrás. Que todos los colegios deberían ser inclusivos (independientemente de si son públicos, concertados o privados; porque quien se lo pueda pagar me parece estupendo, pero quien no también lo merece), porque no se puede discriminar ni aislar a niños con discapacidad, pero entiendo que aquellos que tengan una afectación alta (que, por ejemplo, necesiten cuidados de enfermería o no puedan seguir el plan de estudios, ni siquiera adaptado) deberían poder ir a centros NEE.

El tema de que la inversión pública sea suficiente, ya es otro cantar. 

viernes, 25 de septiembre de 2020

Gen X25. Cromosoma 9.

                                                                                                         *Prevalencia mundial: 1 de cada 25.000

Me lo había prometido: este año no iba a escribir nada sobre la Ataxia de Friedreich en el día marcado en el calendario para darla a conocer. Porque estoy harta, porque desgasta, porque parece que me esté dando golpes contra una pared. Pero una fuerza sobrehumana me ha hecho levantarme del sofá, venir a la mesa y aporrear el teclado. Puede que provocada porque últimamente he escuchado demasiados "la enfermedad es degenerativa, cada vez va a más, no puedes hacer nada", "hasta que no saquen una vacuna...", "la rehabilitación no sirve para nada", "si ves a tu hija mejor es por las pastillas, seguro..." (claro, para el Sistema Sanitario es más rentable recetar relajantes musculares y material ortopédico que invertir en neurorrehabilitación), y mis redes neuronales no han podido sostener tanta información absurda.  

Si tan convencido está el mundo de que la rehabilitación en AF no sirve para nada, por qué estoy leyendo artículos científicos que dicen todo lo contrario? "Algunas revisiones sistemáticas recomendaron una fisioterapia intensiva de más de una hora diaria durante al menos cuatro semanas, que se centró en el entrenamiento del equilibrio, la marcha y el fortalecimiento de la ataxia cerebelosa degenerativa en el hospital y en el propio hogar." (Physical Therapy for Cerebellar Ataxia, 2017). Lo dice la misma ciencia en la que todos confiamos, y que está sacando, en tiempo récord, una vacuna mundial (y que por cierto, para la de la AF llevamos 20 años sin tener nada... #ironíasdelavida). 

En 1860, el médico alemán Nicholaus Friedreich fue el primero en explicar qué era eso de la Ataxia de Friedreich e interesarse por conocer sus síntomas. Pero hasta 1988 no se supo que la anomalía genética que la provocaba estaba en el cromosoma número 9; y en 1996 descubrieron que el gen responsable era el 25, que no codificaba bien la proteína frataxina (FXN). Esto significa que está en muy poquitas cantidades, o que no se llega a formar; la frataxina es la energía de toda célula, y una célula sin energía se agota, se atonta, se muere. Las células que más energía consumen son las del sistema nervioso, concretamente las que dirigen el control, equilibrio y movimiento de los músculos; y sinceramente, que se te vayan muriendo las neuronas mientras esperas cruzada de brazos a que saquen una vacuna -que inyecte en tu cerebro el mecanismo que permita producir frataxina en cantidades normales-, no es muy divertido... 

Hace años que dejé de esperar y aposté por la rehabilitación neurológica, que va a despertar a las neuronas atontadas y a crear nuevas (va a retrasar la pérdida de neuronas, que al fin y al cabo es lo que nos interesa). Además, el día que saquen la cura significará que nuestras células ya tendrán frataxina, pero nuestro cuerpo necesitará recuperarse, y contra peor esté... No es esperanza, no es aferrarse a un clavo ardiendo; es ciencia.


PD. No voy a copiar un número de cuenta para que hagáis un donativo, por pequeño que sea, ni nada de eso. Sólo os voy a pedir que compartáis este texto, para que llegue lejos. Y esto no significa que no apoye la investigación para una cura, pero también hay que apostar por el mientras: no hacer nada no es una opción.

"Nuestro estudio indica que la rehabilitación puede mejorar la salud y el bienestar de los individuos con ataxia de Friedreich", 2017 (aquí)



miércoles, 1 de julio de 2020

Dentro del caos

Corre. Llega a todo. Y hazlo bien. Si tienes alguna adversidad, esfuérzate más; pero llega a todo y sigue haciéndolo bien. Si todos entregan el proyecto, tú también, no vas a ser menos; aunque vayas de cráneo, aunque notes que no puedes más, aunque quieras enviarlo todo a la porra. Ah, y sonríe; eso siempre.

Vivimos en tiempos de competitividad y rapidez.

Ese ha sido, durante los últimos tres meses y medio, uno de los mensajes que se ha lanzado desde los medios de comunicación. Leyendo apuntes en la mesa del salón, escuchando clases online (mientras cruzas los dedos para que no se caiga el wifi o la perra no ladre) y haciendo exámenes con el pantalón del pijama. Haciéndolo todo normal, cuando nada lo era. Pero como eso se esperaba de nosotros, pues adelante. ¿Y qué pasa con los que tropezamos y no pudimos con lo que llevábamos hasta principios de marzo? Esas imágenes ejemplares de trabajo en casa y de darlo todo, lejos de animar y activarte, hacían que te hundieras todavía más; sería como el bofetón que remedia la depresión, que aun hoy se escucha. Porque el tropiezo no se debe simplemente a una falta de motivación por esa actividad, es algo más complejo; puede ser que ya lo arrastrásemos de antes y con el confinamiento se haya acentuado, o que al confinarnos tan bruscamente, sin el necesario periodo de adaptación, haya explotado.

Después de las semanas de aislamiento más severo, he ido enterándome de gente que ha cogido bajas y se ha dejado carreras; que le han dado el pause a todo. Gente que se ha quedado atrás, y que por miedo a defraudar o vergüenza por no llegar, ha callado. 
Gente que hemos tenido que hacer nuestro propio periodo de adaptación dentro del caos. Y desde fuera, “si se compara con…”, se podrá ver como un logro o un fracaso, pero ¡ay! lo que nos ha costado…
Remontar emocionalmente después de esta primavera, va a costar.

Puedo sentir los pellizcos y los lagrimones que bordeaban mis mejillas, hace tres semanas, al acabar un examen. ¡Un simple examen! Pero los lagrimones no eran por saberme el temario de carrerilla, sino por el esfuerzo y las renuncias que conllevaron. (Te invito a que leas los dos párrafos, sobre EL ESFUERZO, del margen derecho de este blog). Que tú dirás: Pero chata, con la que tienes encima y llorando por un examen… Resulta que, como personas humanas que somos, nos planteamos metas (objetivos grandes y lejanos), pero necesitamos objetivos pequeñitos y alcanzables a corto plazo, que nos ayuden a alcanzar esa meta y a motivarnos.


P.D. Me voy a la librería, que tengo que recoger los tres libros que encargué por teléfono, y no veo el momento de devorarlos.




lunes, 27 de abril de 2020

Microcuento de cuarentena

Érase una vez una niña que lo tenía todo, y un día al sonar el despertador, y ponerse frente al armario para elegir la ropa, notó que le faltaba el aire, que no había suficiente para ella, que no viajaba tan rápido como debía. Abrió la puerta y la ventana, era invierno y hacía frío. El aire volvió a entrar y salir con normalidad; entonces se relajó. Le volvió a suceder unas cuantas veces más, pero en habitaciones aún más grandes. ¿Cómo leches iba a faltar el aire, con lo grande que era el sitio, estando ella sola, sin nadie que le pudiera quitar el oxígeno? Como otro día, después de un par de horas repantingada en el sofá, se levantó vomitando lo más grande; imposible que le sentara algo mal, además… ¡llevaba meses sin vomitar! Y a esa niña le explicaron que a sus pulmones y a su estómago no les pasaba nada, que era su cabeza, hecha una maraña de ideas magnificadas, que había encontrado una válvula de escape, una manera de llamar la atención.


Érase una vez una niña que se hizo mayor, y ya no vomitaba ni le faltaba el aire, pero se le comía la ansiedad; la intentaba callar tragando Boca-Bits, bebiendo Schweppes de limón, leyendo novelas históricas (para consolarse de que otros estuvieron peor) y saliendo a correr por la huerta mientras caía el sol.

Érase una vez una chica, una ansiedad y una cuarentena (así, todo junto y revuelto). Intentaba callar su ansia comiendo tostadas de mermelada de fresa y mousse de chocolate, haciendo tartas y bebiendo vino blanco; leyendo novelas rosas y negras, devorando algunas de las series pendientes de un canal de pago (porque la misma ansiedad, un tiempo atrás, no le dejaba concentrarse) y llorando a mares sin saber bien por qué. A falta de huerta, salía a dar vueltas a su terraza mientras escuchaba a Bob Dylan. 
Y la culpa otra vez. La maldita culpa.
Lo sabía bien: la ansiedad se callaba, o se intentaba; se controlaba. No se curaba, porque no era una enfermedad. Según el ambiente -los factores que la rodeaban- aumentaba o disminuía.

Érase una vez una chica que vivía en una sociedad generadora de ansiedad, y donde una alta cantidad de su población era ansiosa; y, sin embargo, esa sociedad se empeñaba en marcar unos ideales que para ella no lo eran. Y unos patrones de personalidad y de conducta que, desde que era pequeña, le habían dicho que eran los esperables, y si no los cumplía algo estaba mal. La misma sociedad que decía “anímate” ante una depresión, y “relájate” ante un episodio ansioso.

Érase una vez una chica que, después de correr por su terraza, mientras se daba un baño a lo Julia Roberts en Pretty Woman y se comía unas nubes de golosinas (sí, esas que se quedan en el fondo del paquete porque nadie las quiere), decidió que había llegado el momento de hacer lo que quisiera y no lo que se esperaba de ella; no por rebeldía, sino para dejar de temblar y tener miedo. Porque en su pequeño mundo los seres humanos no estaban programados para ser y sentir igual, porque no eran clones (¡y menos mal!): uno podía gestionar su conflicto en dos meses y otro en un año, y sería igualmente válido y sin juicios.

Y colorín colorado este cuento aún no ha acabado...



*Ampliación de la columna que se publicó el 19/04/2020 en la edición digital de La Vanguardia | Comunidad Valenciana (aquí).

viernes, 20 de marzo de 2020

Doble confinamiento

Desde hace años pienso y digo que tener Ataxia, o cualquier patología neurodegenerativa, que te va privando de movimientos pero que respeta tus capacidades cognoscitivas, es como vivir en una especie de cárcel, con ciertas limitaciones. Ese querer y no poder. Y no puedo evitar hacer una dolorosa comparación con el Covid-19 -salvando la distancia de 9.000 atáxicos en España frente a pandemia mundial-. Ese ser consciente de lo que pasa y no poder evitarlo. Ese "todo está bien", pero durante una época la niña se tropieza mucho, la llevan al médico y... Bombazo de diagnóstico. Y el tiempo va en contra. Y no sabes qué será lo próximo. Y tienes miedo. Y sabes que no hay un "combate entre China y EE.UU. para conseguir una cura" para lo tuyo, y que los informativos no hablan de ello; y que desde el Estado no se hace nada. 

No es tiempo de reproches ni de reclamos; ahora hay que centrar todos los recursos en encontrar una cura para el virus. Simplemente me gustaría que cuando eso ocurriera, también se parara el mundo para combatir contra la Ataxia. 

He tenido distintas épocas en las que por lesiones, dolor o motivos varios he debido guardar reposo y aislarme en casa -diez días seguidos como mucho-, y eso de divertido tiene poco, porque estás mal y no sabes cuándo te pondrás bien. Pero los que estamos de cuarentena por precaución, que estamos bien, no deberíamos quejarnos de aburrimiento. Pensemos en quienes están ingresados o están infectados en casa, o quienes tienen que salir de su casa para darle la medicación a sus mayores; ellos sí tienen derecho a la queja, pero nosotros por aburrimiento no. Hay libros que leer, música que escuchar, películas que ver, llamadas que hacer, puzzles por montar, recetas que probar, cajones que limpiar, estiramientos que hacer, perros que achuchar o ideas que ordenar. 
Yo no puedo salir al súper ni a pasear a la perra porque estoy dentro del grupo de riesgo, y la rehabilitación es un deber en mi rutina diaria. Ni los terapeutas pueden venir a mi casa, ni yo puedo ir a las clínicas. Consciente de que tantos días sin el tratamiento de un profesional va a hacerme empeorar por algún lado, pero también que las cosas vienen como vienen y no podemos elegirlas, he decidido marcarme un horario y unas pautas: andar, subir al bipedestador, hacer respiraciones diafragmáticas, y estiramientos de cuello y brazos (¡más de lo que hacía antes!). Tiempo para aburrirme no tengo.

Llevamos una semana así y parece todo tan surrealista... Miedo y preocupación. Por ti y por aquellos a quien quieres, que por muchas videollamadas que se hagan no puedes dar un abrazo. Anoche, mientras me comía un par de filetes de pechuga y unas verduras asadas, me empezaron a caer unas lágrimas silenciosas que terminaban en el cuello. No hubo detonante, fue un cúmulo de seis días recibiendo información y asimilándola. Igual que lágrimas, también hay ataques de risa escandalosos por tonterías. Dice el escritor Juan Gómez-Jurado que hay realidades tan duras, que necesitan de humor para poder sobrellevarlas.

Somos humanos, resilientes, somos plásticos, somos flexibles.


Gràcies, Andreu Valor, per posar banda sonora a aquests dies, i a Eugeni Alemany, per tantes rises a #DiariDeLaQuarantena.
Gracias, Juan Gómez-Jurado, por "La leyenda del ladrón".