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lunes, 27 de abril de 2020

Microcuento de cuarentena

Érase una vez una niña que lo tenía todo, y un día al sonar el despertador, y ponerse frente al armario para elegir la ropa, notó que le faltaba el aire, que no había suficiente para ella, que no viajaba tan rápido como debía. Abrió la puerta y la ventana, era invierno y hacía frío. El aire volvió a entrar y salir con normalidad; entonces se relajó. Le volvió a suceder unas cuantas veces más, pero en habitaciones aún más grandes. ¿Cómo leches iba a faltar el aire, con lo grande que era el sitio, estando ella sola, sin nadie que le pudiera quitar el oxígeno? Como otro día, después de un par de horas repantingada en el sofá, se levantó vomitando lo más grande; imposible que le sentara algo mal, además… ¡llevaba meses sin vomitar! Y a esa niña le explicaron que a sus pulmones y a su estómago no les pasaba nada, que era su cabeza, hecha una maraña de ideas magnificadas, que había encontrado una válvula de escape, una manera de llamar la atención.


Érase una vez una niña que se hizo mayor, y ya no vomitaba ni le faltaba el aire, pero se le comía la ansiedad; la intentaba callar tragando Boca-Bits, bebiendo Schweppes de limón, leyendo novelas históricas (para consolarse de que otros estuvieron peor) y saliendo a correr por la huerta mientras caía el sol.

Érase una vez una chica, una ansiedad y una cuarentena (así, todo junto y revuelto). Intentaba callar su ansia comiendo tostadas de mermelada de fresa y mousse de chocolate, haciendo tartas y bebiendo vino blanco; leyendo novelas rosas y negras, devorando algunas de las series pendientes de un canal de pago (porque la misma ansiedad, un tiempo atrás, no le dejaba concentrarse) y llorando a mares sin saber bien por qué. A falta de huerta, salía a dar vueltas a su terraza mientras escuchaba a Bob Dylan. 
Y la culpa otra vez. La maldita culpa.
Lo sabía bien: la ansiedad se callaba, o se intentaba; se controlaba. No se curaba, porque no era una enfermedad. Según el ambiente -los factores que la rodeaban- aumentaba o disminuía.

Érase una vez una chica que vivía en una sociedad generadora de ansiedad, y donde una alta cantidad de su población era ansiosa; y, sin embargo, esa sociedad se empeñaba en marcar unos ideales que para ella no lo eran. Y unos patrones de personalidad y de conducta que, desde que era pequeña, le habían dicho que eran los esperables, y si no los cumplía algo estaba mal. La misma sociedad que decía “anímate” ante una depresión, y “relájate” ante un episodio ansioso.

Érase una vez una chica que, después de correr por su terraza, mientras se daba un baño a lo Julia Roberts en Pretty Woman y se comía unas nubes de golosinas (sí, esas que se quedan en el fondo del paquete porque nadie las quiere), decidió que había llegado el momento de hacer lo que quisiera y no lo que se esperaba de ella; no por rebeldía, sino para dejar de temblar y tener miedo. Porque en su pequeño mundo los seres humanos no estaban programados para ser y sentir igual, porque no eran clones (¡y menos mal!): uno podía gestionar su conflicto en dos meses y otro en un año, y sería igualmente válido y sin juicios.

Y colorín colorado este cuento aún no ha acabado...



*Ampliación de la columna que se publicó el 19/04/2020 en la edición digital de La Vanguardia | Comunidad Valenciana (aquí).